Por Cristóbal B. Lara (Universidad Andrés Bello).
En el Derecho Administrativo chileno se consagra el principio de que todo funcionario público es responsable por el mal manejo de los bienes bajo su administración. La Ley N° 18.575 (Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado), en su artículo 4°, señala que el Estado se hará responsable de los daños ocasionados por funcionarios de la administración sin perjuicio de las responsabilidades que puedan afectar al funcionario.
La Ley Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile (Ley N° 18.840 y sus modificatorias), en su artículo 2°, indica que no le son aplicables las disposiciones generales dictadas para el sector público, rigiéndose incluso, en forma subsidiaria, por las normas del sector privado. Esta excepción jurídica genera una situación paradójica: el órgano que controla el instrumento más transversal de la vida económica —la moneda— no está sometido al mismo estándar de responsabilidad que cualquier otro administrador público.
Este texto plantea una idea sencilla: quienes toman decisiones monetarias que afectan directa y negativamente el poder adquisitivo de la población operan de forma impune ante la sociedad, y en complicidad con el Estado. No se trata de una tesis simbólica ni de una criminalización de la política monetaria per se, sino de una revisión crítica del régimen monetario al que estamos obligados.
A través del Banco Central, el Estado define qué es dinero, cuánto debe haber en circulación, y obliga a todos a efectuar transacciones utilizando esa unidad de cuenta, cuya pérdida de valor no puede ser imputada a la «multicausalidad» sino a una causa específica: la política monetaria misma. Como señala Huerta de Soto, “los bancos centrales y la política monetaria de los gobiernos son los principales responsables de la inflación crónica que, con diferencias de grado, afecta a las economías occidentales…” (Huerta de Soto, 2009, p. 119).
De hecho, advierte el autor, “los riesgos serios de inflación provienen de la creación de dinero, ya sea directamente por los bancos de depósito o indirectamente por los Bancos centrales a petición de aquéllos o, lo que es más grave, por imposición de la política financiera de los gobiernos” (Huerta de Soto, 2009, p. 152). La inflación, en este sentido, no es una subida general de precios, sino una caída deliberada en el valor de la unidad monetaria.
En escenarios de déficit fiscal, registrados durante gobiernos anteriores (por ejemplo: 9,8% del PIB en 1971; 12% en 1972; y 22,9% en 1973), el Banco Central no actuó con independencia, sino como mecanismo de auxilio financiero, financiando gasto público mediante emisión, lo que derivó en inflación galopante. Aunque hoy este fenómeno no es tan extremo, el uso de la política monetaria para financiar parcialmente el déficit continúa vigente, aún si representa un punto porcentual del PIB: su efecto sobre los precios es real y acumulativo.
Por lo tanto, la llamada “autonomía” del Banco Central, consagrada en el artículo 1 de su ley orgánica, debe ser analizada críticamente. ¿Puede considerarse autónomo un órgano cuyos integrantes son nombrados por el Presidente de la República con acuerdo del Senado? ¿Puede operar con neutralidad si sus funciones económicas están estructuralmente conectadas con las necesidades financieras del fisco, por ejemplo, a través de la compra de bonos del Tesoro? ¿No es acaso una forma de subordinación indirecta, aunque legalmente encubierta?
Si bien existen mecanismos legales de supervisión de la actividad del Banco Central —como el artículo 16 de su Ley Orgánica Constitucional (Ley N° 18.840)—, en la práctica estos resultan ineficientes o insuficientes. La población no tiene posibilidad alguna de incidir en cómo se determinan las metas de la institución, ni en si tales metas se alinean con sus preferencias, a pesar de estar obligada a utilizar la moneda que esta administra. Por el contrario, el Gobierno y el Banco Central suelen actuar en estrecha coordinación. Una muestra clara de ello es el artículo 27 de su ley orgánica, que desde 2020 autoriza al instituto emisor a adquirir bonos del Tesoro en el mercado secundario —una facultad que antes estaba expresamente prohibida—, lo cual evidencia una creciente flexibilización del marco que separaba la política monetaria de las necesidades fiscales del Ejecutivo.
Como observó Hayek en La desnacionalización del dinero, la idea de que sólo el Estado puede decidir qué es dinero constituye una superstición peligrosa (Hayek, 1983, pp. 34–35). Propuso como alternativa la competencia entre monedas de origen privado. Huerta de Soto, como quien escribe, va más lejos y plantea la necesidad de retornar a un sistema de patrón oro y coeficiente de caja del 100% como forma de blindaje institucional contra el abuso monetario: “El patrón oro y el principio del coeficiente de reserva del 100 por cien forman parte indivisible de las vitales instituciones sociales…”, ya que “haría imposibles… las contracciones súbitas de la oferta monetaria” (Huerta de Soto, 2009, pp. 606–607).
El problema no es solo técnico, sino también jurídico, en la medida que nuestro ordenamiento avala y reconoce la conducta del Banco Central a pesar de los efectos dañinos o antijurídicos que este, por definición y porque su tarea lo exige (Ley N° 18.840, art. 3), produce. Los efectos son claros: la pérdida de poder adquisitivo daña el tejido del proceso de coordinación social, al alterar las señales que los precios entregan en una economía, el incentivo a no ahorrar y, en estricto rigor, el perjuicio patrimonial generalizado.
Cabe también recalcar que esto no siempre ha sido así. En el siglo XIX, Chile operó durante varios periodos con sistemas de emisión privada. Bajo el gobierno de José Joaquín Pérez, el Banco de Valparaíso y otras instituciones emitían billetes respaldados en oro (Carrasco, 2010, pp. 23–24). Aunque perfectible, ese sistema implicaba un régimen monetario no planificado ni dirigido, donde el valor del dinero no podía ser manipulado unilateralmente por autoridades centrales.
Si el Derecho quiere ser coherente consigo mismo, no podemos permitir que el dinero sea administrado y su emisión monopolizada de espaldas a la sociedad, quienes sufrimos los efectos de la inflación. El solo hecho de que no se pueda perseguir responsabilidad por una decisión que deteriora el instrumento más universal del tráfico jurídico es indicio de una falla normativa de fondo. Este texto no busca resolver todos los problemas institucionales asociados, pero sí apunta a la raíz: el monopolio estatal del dinero erosiona el patrimonio de millones sin rendición de cuentas. Mientras esa prerrogativa subsista, el mínimo exigible es que sus agentes no puedan actuar sin consecuencias jurídicas.
Referencias
[1] Carrasco, C. (2010). Liberalismo, conflictos bélicos y ciclos económicos: 1860–1891. En Banco Central de Chile (Ed.), Gestación larga y difícil (pp. 23–24).
[2] Hayek, F. A. (1983). La desnacionalización del dinero (Trad. C. Liaño). Madrid: Unión Editorial. (Trabajo original publicado en 1978).
[3] Huerta de Soto, J. (2009). Dinero, crédito bancario y ciclos económicos (4ª ed.). Madrid: Unión Editorial.
[4] Edwards, S., & Edwards, A. C. (1991). Monetary and fiscal policy, and the stabilization in Chile: The case of 1970–1985. Becker Friedman Institute. https://bfi.uchicago.edu/wp-content/uploads/The-Case-of-Chile.pdf (pp. 3, 11) [Sitio visitado el 30 de junio a las 23:30].
