Por Javier Vera Riquelme (Licenciado en Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile)
Los principios de celeridad, no formalización y economía procedimental son lineamientos fundamentales para el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, en resguardo de los derechos e intereses del Estado y de los administrados. Su fundamento radica en la eficacia y el buen funcionamiento de la regulación sectorial, por medio de la cual se busca resguardar la efectividad de políticas públicas formuladas por la autoridad (1). Para ello la rapidez en los procesos de fiscalización, sanción y cobro son fundamentales para su prosecución, lo que ha comprometido un rol activo de la jurisprudencia para delimitar los límites temporales en que puede permanecer una infracción administrativa sin sancionar, a falta de una normativa general que reglamente la materia.
Sin embargo, en la práctica la extensión de dichos márgenes se ha materializado en una realidad preocupante: actualmente una infracción administrativa puede permanecer sin sanción efectiva hasta por 10 años. Esta conclusión no es más que el resultado de una sumatoria de plazos aislados que la jurisprudencia ha intentado articular por medio de figuras como la prescripción, el decaimiento y la ejecución de los actos administrativos.
En este contexto, recientemente la Contraloría en su dictamen N°24.731, de 2019, alineó su jurisprudencia con la del máximo tribunal, resolviendo que el plazo para la prescripción de las sanciones administrativas es el término general de 5 años contados desde el momento en que se comete el ilícito, consagrado en el artículo 2.515 del Código Civil (v.gr.: sentencia Rol N°16.230-2018). Así entonces superó su criterio por el que sostenía el término de 6 meses contemplado en el Código Penal para las faltas, ya que en su opinión la brevedad de dicho término no era efectivo para asegurar el carácter represivo de estas sanciones. De esta manera, la función sancionadora de la Administración principiaría con la constatación de una infracción y la eventual formulación de los cargos respectivos, teniendo un plazo máximo de 5 años para su persecución.
Acto seguido, se da inicio al procedimiento sancionador propiamente tal, cuya extensión temporal también ha sido objeto de análisis. Para su delimitación, la Corte Suprema ha recurrido en ciertos fallos a la figura del decaimiento del procedimiento sancionador, como forma anómala de terminación de los procedimientos administrativos por su dilación injustificada. Sobre el particular, el criterio más reciente sostenido por la Excma. Corte es que el término máximo para su conclusión es el de 2 años, por aplicación analógica del artículo 53 de la ley N° 19.880 (CS Rol N°257-2019, c°3), conclusión que es a lo menos cuestionable desde el paradigma de la juridicidad. En ese sentido, la Contraloría se ha mantenido reticente en aceptar esta figura en su jurisprudencia, al no existir disposición legal expresa que la contenga (Dictámenes Nº39.248, de 2017, y Nº 86.579, de 2016).
Finalmente, aun dictada la correspondiente sanción administrativa, su ejecución podría quedar pendiente si el infractor no se allana a cumplirla voluntariamente. A modo ilustrativo, de conformidad al DFL N°1, de 1994, del Ministerio de Hacienda, la cobranza judicial de las multas aplicadas por autoridades administrativas le corresponde al Servicio de Tesorería y se sujeta a los procedimientos administrativos y judiciales establecidos por el Código Tributario para el cobro de los impuestos morosos. Para estos efectos, la TGR tiene un plazo de hasta 3 años para ejercer la acción de cobro, contado desde la fecha en que se debía efectuar el pago.
Como se puede apreciar, la infracción administrativa pudo haber subsistido hasta por 5 años hasta su prescripción, y una vez incoado el procedimiento, por otros 2 años hasta operar el decaimiento del sancionatorio. Es decir, si se extendieran los plazos al máximo, podrían haber transcurrido al menos 7 años desde la infracción, y solo entonces obtener decisión de término sancionando o absolviendo al infractor, para así, una vez ejecutoriada la decisión, contar con 3 años adicionales para ejecutarla. Dicha prolongación no se debe mirar con extrañeza, en circunstancias que la Corte Suprema ha declarado recientemente que los funcionarios públicos que conocen de estos procedimientos no pueden actuar con apresuramiento en sus decisiones (CS, Rol N°3.976-2019, c°5), y que la celeridad de los mismos debe ponderarse con un mínimo de equilibrio entre los distintos deberes que asume la Administración, junto con los derechos e intereses del Estado y de los administrados (CS Rol N°27.989-2016, cº7).
Con todo, frente a este panorama podría alegarse que siempre existe la posibilidad de hacer efectiva la responsabilidad administrativa de los operadores que dilataren indebidamente el procedimiento (recientemente en Dictamen Nº24.942, de 2019), pero tal represión no deja de ser inidónea a los fines de eficacia que persigue la potestad sancionadora de la Administración. En ese sentido, si se considera que esta ha sido concebida para garantizar políticas orientadas a satisfacer necesidades públicas actuales y urgentes: ¿Qué utilidad tendría una sanción cuya efectividad podría verificarse tras una década de ocurrida la infracción, aun cuando se corrigiera disciplinariamente a quienes han retardado el oportuno cumplimiento de sus obligaciones?
Este panorama solo viene a amplificar el llamado urgente al legislador para establecer una regulación uniforme y general para la potestad sancionadora de la Administración, coherente a la especial finalidad de sus funciones y concebida dentro de márgenes temporales proporcionales a ella.
Referencias
- Van Weezel, Alex (2017): “Sobre la necesidad de un cambio de paradigma en el derecho sancionatorio administrativo”, en Política Criminal, Vol. 12 Nº24, p. 1007.
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